domingo, 23 de agosto de 2009
Ruido
La oscuridad abrazaba la calle con sus peludos y negros brazos. La luz artificial, hialina como un cuarzo, a veces naranja, luz de las farolas se filtraban a través de las rendijas de la persiana cual inmigrante saltando la alambrada, silenciosa, fugaz y temerosa de ser descubierta.
Cuando la vista se le acostumbró, un poco, lo suficiente, encontró el libro que buscaba. Estaba sobre la mesa, lo agarró y una lluvia de plata se precipitó con un millar de mudos cantares sobre el suelo. ¿Habéis intentado recoger alguna vez el contenido desparramado por el suelo de una cajita de alfileres?
Mientras buscaba uno por uno los alfileres pensaba en el mañana, en sus pies descalzos sobre las losas de mármol, sobre los trocitos de metal. También pensaba en que un corazón roto se niega a aceptar lo evidente: que no le querían.
Acababa de dejarla -Me voy de aquí para no volver jamás- le dijo con convicción. -¿Puedo ir contigo?- le respondió mientras imaginaba como una ciudad llamada relación se desplomaba en una agobiante nube de polvo. -¡Claro que no!- espetó él.
Se produjo un silencio de blanca interrumpido por un sollozo. Aunque si hizo lo imposible lo inevitable llegó. Ella sabía la verdad, que él no la amaba de ninguna forma. No le gustaba su personalidad, ni su físico, ni su carácter, ni sus amigos, ni su familia, ni su ropa, ni su mascota, nada, ni el sexo con ella. Aguantó tanto tiempo con ella gracias a su brillante cobardía y su patética inseguridad.
Ella se entregó al peor soñando que podría ser el mejor, pero era, como no un hombre ínfimo. No sería justo decir que la decepcionó, porque las mentiras infundadas por uno mismo no cuentan ni como medias certezas. Ella era una necia y él un cabrón. Ella lloraba mientras el se sonaba los mocos, y entonces ocurrió lo inesperado. Volvieron juntos. Tal vez fuera el cariño de la añoranza o una erección, pero están juntos de nuevo.
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